Acuarela
En el Festival de Navidad del Ateneo Puertorriqueño, el primer premio de Acuarela lo ganó la obra “Frente al camino”, de Carmelo Fontánez, quien se va imponiendo como uno de nuestros mejores acuarelistas. El profesor Rivera García ha escrito en uno de sus catálogos: “Carmelo Fontánez es el primer acuarelista que da nuestra tierra. Es un expresionista de este tiempo-espacio y por lo tanto parte integral del “nuevo arte” contemporáneo. Su obra reúne elementos de un realismo mágico, la total abstracción y los elementos texturales de Tapies y de Dubuffet, pero no es ecléctica, es una obra que obedece a su particular visión, expresión y modalidad”.
Antonio J. Molina
1968
De Fontánez se ha dicho que es el primer artista en este medio que da Puerto Rico. Logra magníficas transparencias en este difícil arte, agregándole textura -más difícil aún- con un estilo propio que va desarrollando cada vez mejor. Si buenas son las acuarelas de Fontánez, sus dibujos no se quedan detrás. Son definitivos en su proceso estético. En las primeras le atrae el color, encontrando calidades delicadísimas, como cuando pinta los mástiles de barcos de vela y sus paisajes de caminos solitarios; en los dibujos pone más dramatismo, más énfasis con los colores negros y grises, y las incomparables texturas.
Su estilo es expresionista, de rasgo suelto, espontáneo pero no accidental. Él sabe lo que quiere hacer, y lo hace, imprimiéndole un toque de poesía a sus obras, que denotan su sensibilidad de artista y de hombre que ama el mundo que le rodea.
Fontánez nació en Río Piedras, en 1945. Graduado en Bellas Artes en 1967, ha expuesto individualmente en la Sala de «Borinquen 12», el grupo de artes plásticas de quien fue uno de los fundadores, en el Centro Universitario y ahora en la Galería «Santiago». Ha recibido Premios de los Concursos de la IBEC Realty de 1966, 1967 y 1968, y recientemente el Festival del Ateneo Puertorriqueño lo honró con uno de sus galardones más importantes.
Antonio J. Molina
Puerto Rico Ilustrado
1969
FONTÁNEZ: UN ARTE SELECTO
Por Ernesto Álvarez, 1983
La generación de 1960 —si se le puede dar carácter generacional— produjo una serie de pintores que abrieron caminos seguros a la expresión artística puertorriqueña. Es la década en que el cuadro explota por sus bordes; se vuelve, en algunos casos, a la bidimensionalidad real del plano en el lienzo; se configuran las canvas; se empastan las superficies de los paneles llevando el aspecto textural a calidades táctiles; los materiales cobran vida por sí mismos; en fin: la pintura deja de ser una lectura simple de mímesis y se libera —y a la vez subsiste junto a ella— de la obra de mensaje.
Entre los artistas de más original y personal expresión se destaca Carmelo Fontánez. Sin alardes, pero con una amplia conciencia de creación y de estilo, se arma de los esenciales elementos de la acuarela. Para entonces este medio era sinónimo en nuestro ambiente, de Sureda, artista que a la sazón pintaba escenas sanjuaneras, paisajes rurales y pintorescos ejemplos del folklore isleño; su técnica era impecable.
Llega entonces Fontánez e irrumpe con unos paisajes «irreales». Lo evasivo-pictórico se aposenta sobre el papel corrugado Strasmore o Fabriano. Los planos son definidos de modo que funde los convencionalismos de la composición y una primaria concepción de espacios como fundamentos a una obra tranquilamente agresiva. Tras la pasividad y la tranquilidad de sus escenas, a veces acuáticas y a veces espaciales, hay una intensa revolución en el sentido de la composición diagramática y disposición de… ¿objetos? Un vacío «corpóreo» que toma vida dice «presente». Plano y simple, atrae para que así se le contemple y deje sentado, en definitiva, que los cuadros no hay que llenarlos de «decoración», sino que a los planos y a los espacios se les puede permitir «ser».
Con tal visión de mundo, con tal «estética», Fontánez asume una posición de alta vigilancia hacia un arte de cualidades inusitadas en ese entonces. Mientras otros artistas con mayor acceso a los medios de comunicación vociferaban su labor, dependiente en el mayor de los casos de los giros que ofrecían las revistas propagandísticas de los «último» en el arte, Fontánez trabajaba hacia sí mismo. Conocía, naturalmente, lo que se hacía aquí y en el extranjero, pero su arte no dependió en momento alguno de las modas. Sabedor de que «se hace camino al andar», liberó su «consciente» a la par que su «inconsciente» para apresar en color, formas, planos y líneas, un universo inconfundible, suyo, de calidades frescas por lo nuevas.
Abridor de caminos, liberó la acuarela de la «anécdota» y la «mímesis» convencionales. Con el dibujo hizo otro tanto. Digno representante de esa generación del ’60 que cambió el curso de las artes, aportó una visión extrañamente atractiva en unos medios que a ese momento, sólo Julio Rosado del Valle —y otro compañero generacional, Jaime Romano— habían incursionado. Rosado del Valle aportó carbones no figurativos que a veces colindaban con formas vegetales —digamos pastizales— y unas figuraciones de fragmentos óseos evadidos de la realidad y esfumados en luces por intervenciones de goma de limpiar. Romano, muy joven aún, atraído por las formas vegetales, había producido hacia el ’67 ó ’68 unos «Ramajes» en los cuales el carbón impregnaba la superficie del papel con sus calidades intrínsecas, siendo a la par casi representación y calidad textural indefinible, divorciada ésta, si se quiere, de la figuración.
Cierto que para entonces Fontánez prefirió la tinta. Acuarelista, como era esencialmente, el negro de la «Pelikan» aceptó diluirse en grises aguadas de innumerables tonos y el fluir insinuoso del pincel o la esponja, a diferencia de la línea a la pluma o del trazado a brocha. Podríamos insinuar que se trataba de una especie de «acuarelas a tinta». Esta vez conquistó el espacio, pero no ya el del plano blanco del papel, que ya había sido capitalizado, sino un sentido espacial aéreo, sideral, si es posible, creando ambientes deseables para las espaciales ambientaciones de un «science fiction». Incalculable la producción de entonces.
Nueva incursión en la acuarela, siempre forzando el espacio a avenirse a sus caprichos y demandas creativas. Aborda el lienzo y el acrílico para obligarlos a aceptar sus vacíos elocuentes de plana presencia y «toques» de una insinuante coquetería con los que hace asomar la idea de paisaje, pero una idea de paisaje íntimo, personal y libre que nos hace recordar, luego de haber visto el lugar de residencia del artista, aquellas palabras de Michel Suffor: «hay en nuestra interioridad demasiada naturaleza para querer abolirla conscientemente». Los paisajes de Fontánez responden —en lo emotivo e inspiracional— a esa acción de su experiencia, consciente y osmótica, al contacto con la naturaleza. Pero responde, además, a una intensa insatisfacción de los modos convencionales de expresión pictórica además de obligar a los medios a avenirse a unas demandas en las que el artista es intransigente.
Ensayo de Ernesto Álvarez para el catálogo de la exposición, APUNTES PARA UN PAISAJE. 1983. Galería de Arte, Universidad Interamericana de Puerto Rico – Recinto Metropolitano
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